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Esta es la novena entrega de Palabras latinoamericanas , una serie que busca entender el presente de la región a través de la literatura, y viceversa, a partir de palabras clave.
Hoy ya resulta evidente que la globalización, en su ímpetu por homogenizar cualquier rincón del mundo, es lo opuesto del cosmopolitismo. Mientras que la primera busca imponer un mismo producto sin la menor variación por considerarlo estético y perfecto —del café de especialidad a la democracia liberal y de la canción pop al fin de la historia—, el segundo —desde un elitismo cultural que no oculta— se deleita en la diferencia de cualquier índole, siempre y cuando la considere intelectualmente atractiva, digna de su atención.
La globalización y el cosmopolitismo también representaron visiones opuestas en la literatura latinoamericana. Pero ya sea que los vientos soplen a favor o en contra, que se lo vea como un mecanismo liberador de las asfixiantes sociedades virreinales o como un privilegio limitado a las élites culturales del continente, el cosmopolitismo latinoamericano sigue mirando hacia adentro para poder mirar hacia afuera a su manera.
Seguramente, a fuerza de persistencia y genialidad —dos palabras que suelen excluirse—, César Aira sea el primer ejemplo que se me viene a la mente, en su caso entendiendo el cosmopolitismo como una recuperación de la vanguardia. A Aira hay que leerlo todo o leerlo arbitrariamente, con descuido o con rigor, como se juega. Muchos de sus títulos publicados en este siglo constituyen un conjunto de fragmentos, a veces de una sola oración o incluso de una sola palabra, que condensan un inmenso poder evocativo siempre a punto de explotar.
Su principal obra comparte la obsesión por el proceso de Aira y Bellatin, aunque en su caso el proceso sea la negación misma de la escritura o la apología de la postergación. El resultado es un texto magistral e insoportable en el que nada ocurre, salvo la no escritura, que se alterna con el cobro puntual de la beca. En un tiempo aplastado por la productividad, La novela luminosa reivindica el ocio y la inutilidad y levanta un monumento verbal al simple hecho de existir sin hacer nada.