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En qué sentido vale la pena tener enemigos Link a la entrevista en el diario. En una pantalla de plasma se ve la portada, una foto suya sentado en el jardín de su casa, vestido como los Blues Brothers.
Cuando Leonard Cohen traspasa el umbral, suena una ovación. Se lo quita y se inclina para saludar. Debe de pesar 55 kilos. Con su vozarrón grave, dice: "Gracias por venir, algunos desde tan lejos. Luego hablamos". Se sienta y cierra los ojos. La primera canción dice Leonard, lazy bastard vago cabrón , Cohen recita, casi susurra, muy despacio y a caballo de un coro casi gospel femenino y de un piano que transporta a un viejo club de blues.
El texto es fabuloso. Habla de amor, tragos, dolor, depresión, sacrificios, regresos a casa, recuperación: "Un manual para vivir con la derrota", dice. Ironía, sarcasmo, flagelación. Y vida recobrada. El segundo tema tiene cierto aire de corrido y country.
Sobre melancólicos violines mexicanos y hay un solo de trompeta final escalofriante, el tempo y el quejido remiten a la hondura de Tom Waits y Rancapino. La emoción dura siete minutos, y de ella se pasa a estos escalofriantes versos: "Enséñame el lugar al que quieres que vaya tu esclavo, enséñame el sitio donde empezó el sufrimiento".
Hay banjos, baterías de aire jazzy, platillos, recitados eróticos, guitarras españolas y ternura de cazalla y de coñac. El órgano Hammond preside la despedida. Es el tema loco del disco, Cohen parece a punto de arrancarse a una marcha desenfrenada, pero al final se contiene, como siempre. Acaba la escucha de las diez sublimes piezas y suena otra ovación. La siguiente, inevitable, es sobre el retiro, sobre su afición semirreligiosa a vivir alejado del mundo, en un monasterio rodeado de hielo.