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Micaela es mi mejor amiga. Se cansó. Yo también lo estoy. Se cansó de que su marido trabaje de camarero diez horas al día y llegue a las 11 de la noche, cuando a ella ya no le quedan energías ni para freírle un huevo o tener una conversación.
Tampoco le parece bien que su madre vea crecer a su nieta por Skype. Micaela se va a mudar otra vez. Es una adicta a las mudanzas. Se ha cambiado de casa hasta diez veces en ocho años. Yo, como ella hace igual cantidad de años, me mudé de Lima a Barcelona. El regreso fue durante mucho tiempo una letanía en boca de mi amiga, tanto que cada vez que lo anunciaba era como escuchar al pastor mentiroso gritando que viene el lobo. Cuando por fin habló en serio, nadie le creyó.
Tras dos horas de espera, es el turno de Micaela. Oficialmente, ya puede irse. Desde hace un tiempo ya nadie me envidia por vivir en España. Desde que estalló la crisis, no han vuelto a escribirme para que les dé consejos de cómo venir. Cuando llegué a Barcelona, todo el mundo soñaba con estar aquí, ahora todo el mundo sueña con irse. Siempre que lo ha necesitado, mi hogar ha sido su refugio temporal. Micaela siempre cuenta orgullosa cómo decoró el piso a su estilo, hasta que no se pareció en nada a la casa donde yo había vivido.
Durante mucho tiempo, el recorte estuvo colgado en la puerta de su nevera. Cuando vives en un país extranjero, los amigos son tu familia. Comes con ellos los domingos, les heredas tus pisos, les pides plata prestada, les confías a tus hijos.
Y yo en breve me voy a quedar sin parte de mi familia extendida. Estamos sentadas en la galería de mi casa. Micaela toma un té, mientras yo riego las que hasta hace sólo un rato fueron sus plantas. Y ahí estaba yo, mirando el monumento del parque que acababan de pintar de un dorado intenso. Y la verdad es que dije: No. Éste no es mi sueño. Esa noche Sergi y yo nos tomamos unas cervezas y le dije que me quería ir ya.