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El pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo. Haz esto en memoria mía. El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él. Las palabras que os he hablado son espíritu y vida. Aquí vemos el cumplimiento de las promesas divinas, de las esperanzas de la humanidad, de las figuras y profecías de la ley antigua.
El sacrificio real, el que realiza la reconciliación del hombre con Dios para siempre, sucede a los sacrificios simbólicos e ineficaces. No hay duda, este lenguaje es claro; hay que someterse, hay que decir: Yo creo, Señor, auméntame la fe. Y nosotros también, en la firmeza inquebrantable de nuestra fe, comemos y adoramos; contentémonos con esta carne, bebamos esta sangre, que nos transforma en el mismo Jesucristo.
Víctima de un precio inestimable, voluntariamente paga nuestra deuda con la justicia divina, y, para aplicarnos sin reserva y sin medida la virtud de su sacrificio, une su carne a nuestra carne, su alma a nuestra alma: para que por esto unión inefable estamos llenos de la divinidad, cuya plenitud habita en él corporalmente.
Y cómo? Así como la criatura espiritual se alimenta de la Palabra, que es su alimento por excelencia, y como el alma humana, también espiritual, pero en castigo del pecado cargado con las ataduras de la mortalidad, ha sido rebajada de tal manera, que es necesario que se esfuerza por alcanzar por conjeturas de las cosas visibles al entendimiento de las cosas invisibles, el alimento espiritual de la criatura se ha hecho visible, no por un cambio de su naturaleza, sino relativamente a la nuestra, a fin de que buscando lo visible debe recordarse la Palabra invisible.
Cristianos, id al banquete sagrado, acercaos a esta mesa donde todo Jesucristo se entrega a vosotros, donde la Palabra divina se hace vuestro alimento incomprensible: Tomad y comed el verdadero pan del cielo. Y como de ti proceden, y son verdaderas, debo recibirlas todas con fe agradecida.