Sexo en la naturaleza Pristina
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Hay lugares que se te niegan; que se cierran al verte llegar. Hay lugares que ocultan, en su adversidad, bellezas incontables y hay bellezas que tampoco se dejan observar. En fin, hay lugares como la Guajira; hay lugares donde no te puedes quedar. Es un ganglio de tierra que, en lugar de poner final al tracto digestivo, pone inicio al país; al continente entero.
Es, también, un lugar desértico. Un pueblo que hace de Colombia un país de contrastes. Si el resto de la nación es montañosa y pecando de jungla, la Guajira es un desierto desolado con espejos de sal. Contadas—muy al final—, aparecen un par de dunas que bordean, celosas, la llegada al mar.
Como si el verde hiciera paso al amarillo; como si Colombia no fuera un país tropical. En fin, un lugar sempiterno—para bien y mal—que, hace poco, pude visitar. Llegar al principio de la Guajira es relativamente sencillo. Lo difícil es adentrarse en la península que se niega al encuentro. A escasos kilómetros de la ciudad—esa de techos escasos y palmeras penosas en sus camellones—, desaparecen las carreteras y quedan, en su lugar, caminos de terracería.
En contados puntos—aleatorios para el extranjero—, aparecen casas que se forman a modo de círculo. Esas que su gente—el pueblo wayuu, que hace tanto habita estas tierras—llama rancherías.
Es tierra wayuu; solo ellos la entienden. Solo ellos ven, en el desierto tan amplio, las fronteras de clanes ancestrales, algunos de ellos peleados. Si cuento esto no es porque fuese yo intrépido y me aventurara, por cuenta propia, en este desierto. En soledad, me habría perdido entre paisajes repetidos y, tras una vida entera deambulado por sus tierras, o me encontraría con la costa final o seguiría, exhausto, dando vuelta.