Sexo en el cine Antwerp
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No había vuelto a Amberes desde que el carguero CanMar Pride nos dejara en el puerto, tras una semana de travesía desde Montreal. Conocían como la palma de la mano las corrientes del río, los bancos de arena, los bajíos, la mejor forma de llevar la carga a puerto. Aproveché la travesía para dar buena cuenta de los libros de W. Sebald que no había podido leer en Nueva York. Vereda de alerces. La Fronda. El amor es una mezcla de sentimentalismo y sexo Burroughs. La mansión sólo es fachada y la desmantelan para instalarla en Atlanta.
Así comienza Amberes, la novela de Roberto Bolaño que todavía no he leído. Escaparates que apenas reflejan de qué manera nos vamos extraviando en nuestros sueños, pero sobre todo en nuestra vigilia.
Una casa en la que no me atreví a entrar. Vidas insospechadas. No fuera a descubrir que allí habían vivido mis madres, mis hijos, yo mismo, en otra estancia de la culpa y del deseo. Barcazas de Simenon, las que me encuentro en un galpón del puerto. Volver sobre nuestros pasos. Georges Simenon sabía cómo. Hacia el río voy sin preguntar a nadie.
Un hombre hace volar una gran cometa contra el cielo de las cuatro de la tarde. Me siento con Sebald otra vez, esta vez ante la mansa corriente del Escalda un día de abril. Por aquí entraban los barcos cargados de marfil, maderas preciosas, animales. Por aquí entró el dinero que permitió a los belgas construir la estación de Amberes y todo lo que surgió alrededor.
Ah, su industria. Ah, su ingenio. Nuestros hermanos. Vuelvo a la estación de Amberes cuando la noche cae. Y sobre el Estrecho, sobre el alambre de concertina, nuestra laxa conciencia.