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Y entre ellos a Celestino V, primer Papa de la historia que renunció a su nombramiento, después de haber sido elegido por unanimidad del Colegio Cardenalicio. Pronto se puso de manifiesto que no era idóneo para desempeñar las funciones papales. Tras cinco meses de pontificado, regresó a su pequeña gruta. Una medida revolucionaria que suscitó el favor del pueblo y el rechazo de los poderosos.
El pago de las indulgencias había recaído especialmente sobre las espaldas de los pobres, de los que la Iglesia obtenía cantidades ingentes de dinero que destinaba a la financiación de empresas militares —como las cruzadas— o a la construcción de grandes edificios, mientras sus altos dignatarios llevaban una vida suntuaria.
La pusilanimidad, algo tradicionalmente extraño al alma española, se ha apoderado de nosotros y convive —con general satisfacción— con la emulsión ambiental que todo lo inunda. Pero el espíritu español, desde hace tiempo, parece que ha sido alojado definitivamente en la trastienda del pasado. Hemos conocido muchos y ahora abundan, pero unos y otros disfrazan su talante; basta declarar algo relacionado con el bien social o lo igualitario.
El caso es dominar los aparatos de participación amenazando a los cardenales con apearles de la curia, para regocijo de los medios. La historia se repite, si bien la pusilanimidad ahora tiene que ver con no defender convicciones, no enfrentarse a adversidades o no tomar decisiones. Acaso lo condenó por cobardía, antítesis de la vida y antesala del fracaso.
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