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El País de la Canela Less. Novela colombiana I. En Flandes, en , Teofrastus me lo explicó todo. Dile al demiurgo que inventó las criaturas que el hombre sólo quiere que sobreviva el hombre. Es eso lo que hacemos desde cuando surgió la voluntad. Apretar en el puño una polvareda de estrellas para tratar de condensarla en un sol irradiante. La primera ciudad que recuerdo vino a mí por los mares en un barco.
Era la descripción que nos hizo mi padre en su carta de la capital del imperio de los incas. Tan pesados y enormes eran los bloques que parecía imposible que alguien hubiera podido llevarlos a lo alto, y estaban encajados con tanta precisión que insinuaban trabajo de dioses y no de humanos ínfimos. Las letras de mi padre, pequeñas, uniformes, sobresaltadas a veces por grandes trazos solemnes, me hicieron percibir la firmeza de los muros, nichos que resonaban como cavernas, fortalezas estriadas de escalinatas siguiendo los dibujos de la montaña.
No sé si esa lectura fue entonces la prueba de las ciudades que había sido capaz de construir una raza: Cada muerto llevaba todavía en las manos resecas una honda con su piedra arrojadiza de oro puro. Pero el mismo día en que supe de la existencia de aquella ciudad, supe de su destrucción. Mi padre escribió aquella carta para hablar de riquezas: no dejó de I6.
Ya desde el día anterior los jinetes que avanzaban por el valle sagrado habían percibido la luz de la ciudad sobre la cumbre, y sé que los primeros que la vieron se sintieron cegados por su resplandor. Quién sabe qué nostalgia por tan largas ausencias vino a asaltar a mi padre, y quiso darme en un día de ocio lo que había recogido en años de incansables expediciones. Hoy sé que aquella carta embrujada me arrancó de mi infancia.
Me parecía ver la Luna con su cara de piedra presenciando en la noche la profanación de los templos, Poco antes nuestros hombres habían capturado al señor de las cordilleras. Para ti y para mí, hoy, simplemente lo condenaron al garrote; para mis doce años, lo que ocurrió no cabía en una palabra: cómo cerraron en torno a su cuello una cinta de acero hasta que la falta de aire en los pulmones completó la labor del torniquete astillando los huesos del cuello.