Citas clandestinas la Verneda i la Pau
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Cada año, cuando llega la navidad, se cuela en mi cabeza el recuerdo de aquel viaje a Bangkok. Repetí el nombre de Vincent varias veces pero no hubo respuesta. Poco segundos después, el auricular comunicaba. De camino al aeropuerto de El Prat de Llobregat compré el billete, me costó el triple de su valor.
No dije ni adiós al taxista. Antes del amanecer salí hacia Berlín, y de ahí al aeropuerto de Suvarnabhumi, en Bangkok. Tuve que aterrizar y caminar un rato solo por el aeropuerto para saberlo. Fue lo segundo:. Una mujer oriental con el pelo blanco y recogido, de unos sesenta años y con las manos a la espalda, me daba pataditas en el zapato. No me llegaba ni al hombro. Estaba en la otra punta del mundo buscando a un amigo al que perseguía la Yakuza en una ciudad de ocho millones de habitantes.
Si me retrasaba, me daba otra patada en el zapato. Alcanzamos la calle, allí seguimos andando en dirección a la salida del aeropuerto. Dijo unas palabras en tailandés y algo contestó desde debajo de las ropas. La anciana volvió a hablar con su pose tranquila y los brazos en la espalda y entonces, de allí, entre la peste y el hollín, apareció Vincent; sucio, con un gorro de lana verde, un tejano raído y unas chanclas de goma rotas.
Debemos salir de aquí. La Yakuza lo controla todo. Si pongo un pie en la terminal, soy hombre muerto. Vincent tomó el dinero y se lo dio a la anciana que, por primera vez, retiró sus manos de la espalda y se puso a contar los billetes. Cuando Vincent estaba a punto de girarse a retomar la conversación conmigo, la anciana le dio una patada en la espinilla que le hizo inclinarse de golpe. Miraba mis manos. Vincent se llevó la mano al pecho. Conseguí parar un taxi después de esconder a Vincent tras unos setos.
Con el atuendo que llevaba ya se nos habían escapado dos. Mi amigo le dio al taxista indicaciones para que nos llevase al barrio de Khao San. Tardamos al rededor de cuarenta minutos y, por supuesto, me tocó pagar a mí. Las calles de aquella parte de Bangkok estaban paradas a aquella hora de la mañana. Estaba claro que el Khao San era un lugar de noche. Caminamos entre bares cerrados y algunas tiendas de alimentos con horarios perennes hasta llegar a una avenida principal en la que había un mercado, éste sí, vivo.