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La producción de marihuana es ilegal. Se trata de una sustancia psicoactiva. Pero el autoconsumo no. El lugar al que va a parar y el medio por el que lo hace, aunque previsible, también. Solo es legal el consumo en el espacio privado. Facilitar el acceso a los consumidores no es legal ni ilegal. Simplemente pasa. En un polígono industrial de las afueras de Madrid, en la zona noroeste, hay un edificio de oficinas.
Dentro se encuentra una asociación de consumidores de Cannabis Sativa , o dicho en lenguaje coloquial, de marihuana. Son tres socios fundadores.
Cuando uno se encamina hacia un sitio como éste espera encontrar el lugar en que los drogatas, acuciados por la policía, han acertado a refugiarse. Una especie de lugar sórdido, como los fumaderos de opio de la Inglaterra victoriana. Gente tirada en tumbonas recibiendo su dosis. Abandonados de sí mismos, desahuciados de la vida. Gente a la que solo le quedara la droga como vía de escape de una realidad permanentemente hostil. Y puede que sea así, pero los consumidores de marihuana y derivados del cannabis viven en el mismo mundo que el resto, y se desenvuelven en él igual que cualquiera.
No son personas que busquen drogarse a cualquier precio. Los que vienen aquí a fumar porros no llevan capuchas y las manos en los bolsillos. No son individuos salidos del Bronx de Nueva York. Son ciudadanos de a pie y consumidores exigentes.
Conocen sus gustos y preferencias. Hay que pasar cuatro puertas antes de entrar a la asociación: la exterior, del recinto que alberga el edificio de oficinas, la del portal, una primera puerta dentro de la asociación; y una interior que da acceso a la sala. Allí solo entra el que sabe lo que va buscando. Nada indica lo que sucede tras la puerta. Tras la primera puerta de la asociación lo primero que recibe al visitante es un agradable olor a ambientador afrutado. Al abrir y entrar definitivamente, un potente extractor de humos corona la estancia.