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No ha de extrañar la amarga hiel que se descubre en medio de los divertidos episodios del Quijote. Echaron a volar esta anécdota sobre el rey y el Quijote Mayans y Pellicer, atribuyéndola a Baltasar Porreño en su Vida y hechos del Rey don Felipe III, y como de Porreño sigue circulando en casi todas las obras cervantinas.
Pero observa Fitzmaurice-Kelly, en su Vida de Cervantes, que el hecho no es cierto. Aunque Faria y Sousa no es digno de gran crédito, esta historia no parece ser una de las muchas mentiras que contiene su libro.
La risa de Cervantes parece algo así como la burla de su propio destino, la resignada burla del que cae ante crueles espectadores, incapaces de tenderle una mano de auxilio ni de restañar la sangre de sus heridas, y se levanta, sin embargo, sonriente, para unir también su carcajada al coro general.
No es la risa cínica y socarrona de Rabelais al contemplar a los hombres como un enorme rebaño de imbéciles, ni tampoco la despiadada ironía de Swift, que diseca el corazón para probar que ni en el fondo se encuentra un sentimiento de ternura. La respuesta es sencilla. Cervantes no censuró a España, si acaso fue esta su idea, con ojos de enemigo, pues no pudo olvidar que, ante todo, él mismo era un español, que amaba a su patria con honda ternura.
Corta es la vida, y cuando se gastan sus mejores años en lo que llaman desatinos y quimeras los muchos curas, barberos, duques, duquesas y Carrascos que existen en la sociedad humana, quedan sólo los tristes recuerdos de un pasado infructuoso y la burla despiadada de los juveniles desvaríos. Si todos los vencidos como Cervantes tuvieran su genio, lanzarían, también, sus libros al mundo desde el triste rincón de sus desengaños y conmoverían la posteridad con el eco formidable de sus carcajadas.