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Veintisiete años de prisión no hacen una inteligencia conciliadora. Tan largo enclaustramiento puede engendrar sirvientes o asesinos, y a veces, en un mismo hombre, los dos.
Toda ética de la soledad diviniza el poder. En este sentido, en la medida en que tratado atrozmente por la sociedad le respondió atrozmente, Sade es ejemplar. Pero hoy es admirado, con tanta ingenuidad, por razones en las que la literatura nada tiene que ver. Esas razones, precisamente, nos interesan. Se exalta en él al filósofo con grilletes y al primer teórico de la rebelión absoluta. Podía serlo, en efecto.
En el fondo de las prisiones el sueño no tiene límites, la realidad no frena nada. La inteligencia encadenada pierde en lucidez lo que gana en furor. Sade sólo conoció una lógica: la de los sentimientos. No fundó una filosofía pero persiguió el sueño monstruoso de un perseguido.
Lo que ocurre es que ese sueño es profético. La reivindicación exasperada de la libertad condujo a Sade al imperio de la servidumbre. Su sed desmesurada de una vida en lo sucesivo vedada, se sacia, de furor en furor, en sueño de destrucción universal. Él lo dice, y se le cree, antes de la prisión, en el Dialogue du prêtre et du moribond ; después, ante su furor sacrílego, viene la vacilación. Se limita a desarrollar una teoría gnóstica del demiurgo malvado y a sacar las consecuencias pertinentes.
Saint-Fond, se dice, no es Sade. No, sin duda. Un personaje nunca es el novelista que lo ha creado. Sin embargo hay posibilidades de que el novelista sea todos sus personajes a la vez. Ahora bien; todos los ateos de Sade suponen la inexistencia de Dios por la clara razón de que su existencia supondría en él indiferencia, maldad o crueldad. El rayo fulmina a Justina. Hay, pues, una apuesta libertina que es la inversa de la apuesta pascaliana.